Otra vez el maíz: los ensamblajes sociomateriales de la Tlaxcala campesina contemporánea

Vicente Guerrero. Los colores de Ernesto. Marisol Reyna, 2019.

 

Por: Marisol Reyna Contreras, Wageningen University


A Celia, quien me presentó y habló de sus maíces mientras me enseñaba a mirar todos los colores rojos


El maíz ha sido señalado de muchas maneras como la piedra de toque de la historia sociocultural mexicana.  Referido con extrañeza en las crónicas coloniales, ha acompañado las luchas revolucionarias, sostenido las obsesiones antropológicas y ha sido excomulgado repetidamente por las políticas públicas de desarrollo rural mexicano que, incluso hasta la fecha, lo siguen considerando símbolo inequívoco de la pobreza y falta de iniciativa de quienes lo producen a pequeña escala.  Desde hace tiempo, pero con renovada intensidad en los últimos cinco años, en México se libra una batalla sobre “la mejor forma” de producirlo, dada la importancia que ha cobrado como commodity en la producción global de alimentos, biocombustibles y otros usos a escala industrial.


Las disputas por el maíz han tenido como consecuencia que éste sea un emblema de doble cara.  Por un lado, estigmatizado por el desarrollo rural como un lastre que por décadas ha impedido la consolidación del nuevo sujeto del campo mexicano, el emprendedor, y por otro, como el articulador de formas de vida empecinadas en existir y permanentemente forzadas a subsistir en medio de la precariedad.


Este texto se centra en esas dos caras que han entretejido la percepción y emociones que los individuos y colectivos del campesinado mexicano contemporáneo tienen sobre su estar en el mundo. Si bien partimos de la idea propuesta por valiosas reflexiones previas que refieren al maíz como resultado de la intervención humana y a la vez como productor de lo social y reproductor de la vida, intentaremos ir más allá de esta caracterización estática y romantizada de la díada planta-humano.  En su lugar, optamos por pensarlo como el engranaje habilitador en la composición de ensamblajes sociomateriales en la Tlaxcala contemporánea.


A través de las biografías conjuntas de maíces, tierras, individuos y colectivos creemos que es posible navegar entre la experiencia de la precariedad, la incertidumbre y la contradicción, pero también de la nostalgia, los afectos y las reivindicaciones de actores y territorios.


El maíz como estandarte

Como epicentro de las actividades del Grupo Vicente Guerrero (GVG) a lo largo de más de 40 años, el maíz ha sido la argamasa de las distintas fases atravesadas y compuestas por este grupo.  La Revolución Verde pisó Tlaxcala para retirarse pronto en los años sesenta del siglo XX ya que, según los técnicos y proveedores de insumos tecnológicos agrícolas, su territorio no contaba con las condiciones mínimas para impulsar la modernización de la agricultura.  No obstante, la memoria de la entrada de los fertilizantes en las comunidades tlaxcaltecas sigue presente, dado que ésta modificó no sólo las formas de producción agrícola y sus condiciones materiales, sino que cambió también la percepción de los campesinos tlaxcaltecas sobre sí mismos y su oficio.


El GVG surgió en aquel tiempo con la premisa de recuperar las condiciones necesarias para la agricultura tlaxcalteca de autoconsumo sostenida en el maíz y sus asociaciones, la milpa.  En esa agricultura local, de pequeña escala y dirigida a la reproducción sociomaterial campesina, el maíz jugó y sigue jugando el rol de columna vertebral de la práctica, el discurso y las reivindicaciones del GVG, inicialmente enfocadas exclusivamente en los campesinos de su zona. 


Después de años de encuentros Campesino a Campesino dentro y fuera de México, en los que el maíz fue el material con el que se amasaron las relaciones con otros individuos y colectivos, este grupo comenzó a realizar ferias de intercambio y promovió la creación de fondos de semillas (ahora santuarios).  Las ferias se fueron constituyendo como dispositivos para hacer evidente y revalorar, entre los propios campesinos, la importancia y vitalidad del maíz en su vida contemporánea, al mismo tiempo que se establecieron como mercados importantes de venta e intercambio.


Con el paso del tiempo, el GVG no sólo apeló al poder de convocatoria del maíz entre la población campesina que acude a estos eventos a vender e intercambiar semillas y a compartir conocimientos e historias.  Este poder le ha permitido emplazar a otros actores sociales como académicos, activistas y funcionarios para acompañarlos en actividades de incidencia política, dirigidas a plantear un desarrollo territorial con el maíz al centro de un bienestar que incluye la participación campesina en el mercado.


El maíz como orden, memoria y moneda

Tlaxcala sí existe. En diferentes puntos de su territorio la vida campesina se organiza, aunque no de forma exclusiva, en torno a las labores agrícolas y a la alimentación que, como una historia familiar contada y vuelta a contar cada año en las fiestas, se recompone cíclicamente para dar sentido a la existencia. Es en este devenir que los individuos y colectivos que ensamblan al GVG en localidades tlaxcaltecas como Vicente Guerrero, Ixtenco, Cuauhtenco y Papalotla, se encuentran y engranan a través de sus relaciones sociomateriales con el maíz.


La vida se articula en gran parte a su alrededor como sostén de la cotidianidad.  En la composición de los cursos de acción de los campesinos tlaxcaltecas contemporáneos, se sopesan simultáneamente elementos como las relaciones con el mercado, la propiedad de la tierra y su acceso (o no) a programas públicos, las historias de vida e intereses personales, entre otros factores; mediados por la edad, el sexo, el nivel educativo, los oficios, el ciclo familiar, etcétera.


Esto tiene como resultado múltiples estrategias compuestas en flexibles ensamblajes de elementos como los ya mencionados que, para las políticas públicas de desarrollo rural, han sido siempre irrelevantes.  No obstante, son fundamentales porque sostienen la percepción y los afectos que estos actores sociales tienen sobre sí mismos y sus territorios, recombinándose de maneras aparentemente contradictorias para hacer frente a la precariedad y para tomar decisiones en las que ponen en juego sus aspiraciones sobre el desarrollo y la vida que desean.


Así, el maíz y la tierra son sostén de vida y memoria tanto como son mercancías.  Entran y salen de los mercados locales para responder a emergencias individuales y familiares de todo tipo, principalmente relacionadas con temas de salud y educación, al mismo tiempo que acompañan los relatos y memorias de vida individual y colectiva.   Esta vida es diversa, ambigua y a veces contradictoria, y excede no sólo a la imaginación monolítica de las políticas públicas, sino también al prisma romántico de la Academia.


En Ixtenco, por ejemplo, hay un importante mercado de tierras en el que campesinos mayores de 70 años compran y venden pequeños terrenos agrícolas dentro la traza urbana o, con menos frecuencia, en las tierras ejidales ubicadas en las faldas de La Malinche. De igual manera, participan individual y grupalmente en las dinámicas de mercado guardando los maíces criollos blancos y azules, “porque tienen mayor peso”, para poder especular y obtener mejor precio en los mercados locales o con los coyotes, cuando la disponibilidad en la región disminuye alrededor de agosto.


Dentro del grupo impulsado por el GVG en Cuauhtenco hay participantes que plantean el derecho a patentar sus semillas de colores para competir con Monsanto o con el propio grupo de Ixtenco, y quienes imaginan convertir las tierras agrícolas en parajes ecoturísticos como seguro para su vejez. Por su lado, en el grupo promovido por el GVG en Papalotla, el conocimiento asociado a la producción campesina de alimentos se considera una entrada posible a nichos de mercado enfocados en la alimentación saludable y la cocina tradicional mexicana versión gourmet.


Incluso, entre los propios miembros del GVG se distingue con claridad la necesidad de insertarse en los circuitos locales y nacionales de venta de maíz, aunque específicamente en aquellos interesados en las características particulares de los maíces criollos, como los aspectos nutricionales y de sabor con los que se puede acceder a nichos y consumidores específicos.


Nos preguntamos si esto hace menos válida o auténtica su lucha por la soberanía y la seguridad alimentarias planteadas desde la realidad sociomaterial campesina y por la reivindicación de los modos de vida campesinos contemporáneos. Creemos que no, dado que ésa sería una mirada profundamente limitada por abstracciones que nada tienen que ver con los aspectos contingentes de la vida cotidiana.


El maíz como engranaje de la contradicción

Si bien los motivos para involucrarse en, permanecer y/o abandonar iniciativas como las promovidas por el GVG son múltiples y pueden parecer contradictorios, consideramos al maíz como el elemento permanente de estos ensamblajes en el territorio.  Para ir más allá de las filias abstractas que insisten en encontrar prácticas perfectamente congruentes con las romantizaciones campesinistas, y de la visión catastrofista que asevera el rompimiento absoluto de los modos de vida campesinos, afirmamos que para conocer la vitalidad y contingencia de las relaciones sociomateriales con el maíz no hay mejor camino que la etnografía.


A través de ella es posible encontrar que, acompañando los relatos y legítimas aspiraciones de participación en el mercado, los campesinos tlaxcaltecas contemporáneos hablan también de otras relaciones sociomateriales con el maíz y la tierra, en las que la autopercepción de pobreza se invierte y el lenguaje y la práctica se vuelcan hacia los afectos.  Estos, por supuesto, se viven y materializan de forma diferenciada.


Vicente Guerrero

Ernesto se autodefine como tercera generación del GVG.  Uno de sus hermanos fue miembro fundador del grupo y por él se involucró en el movimiento.  Sigue trabajando sus tierras en Vicente Guerrero a pesar de que ya no vive ahí.


En las tres hectáreas que tiene de ejido, siembra maíces criollos de distintos colores y tiempos, además de otros cultivos como amaranto, calabaza, frijol, chía, quintoniles, trigo, entre otros.  Relata su experiencia en el GVG como una extensión de lo que él ya era y sabía hacer desde niño, cuando iba con su familia al campo, pero agradece el aprendizaje con ellos porque eso le ha permitido “seguir siendo quien es y seguir practicando e incluso mejorando aquello en lo que es bueno y lo llena de satisfacción”.


Mientras cosecha calabazas, relata cómo es que, a diferencia de programas públicos como aquellos promovidos por el Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo (CIMMYT), en estas tierras tlaxcaltecas no se tiene un manual que dirija el ciclo agrícola de la misma manera cada año.  A principios de diciembre levantó la cosecha de maíces, principalmente blanco y azul, pero siembra también maíz rojo, amarillo y cacahuazintle, esencialmente para el consumo familiar.


Como miembro del GVG, Ernesto contrasta su hacer campesino con el de los técnicos públicos institucionales, que por años se han acercado bajo la premisa de producir para vender y con ello adquirir alimentos, objetivo que obviamente sólo puede lograrse mediante el aumento del rendimiento.  La primera diferencia entre ellos planteada por Ernesto radica no sólo en la promoción de los paquetes tecnológicos basados en el uso de agroquímicos, sino en que el GVG tiene como fin garantizar el autoconsumo.


Para Ernesto, las propuestas institucionales tratan a todos los territorios como si fuesen iguales, sin contemplar las condiciones de suelo que, por ejemplo, en Vicente Guerrero son de tipo compacto, lo que obliga a mover la tierra al inicio de cada ciclo en contraposición con las técnicas de la agricultura de conservación promovidas por el CIMMYT.  A decir de Ernesto, en estos últimos programas, tanto la tierra como los cultivos deben ser intervenidos con la menor frecuencia posible, casi sin mover la tierra, aplicando herbicidas, enraizantes, fertilizantes, selladores, plaguicidas, etcétera, para hacer la menor cantidad de trabajo.


Por el contrario, para él la forma de cuidar la tierra es trabajándola, moviéndola, hablándole.  Incluso dejarla descansar entre ciclos también es trabajarla.  Esta relación de cuidado se cimenta en la presencia durante los distintos trabajos como la escarda, la labra y la cajoneada, que no son más que acompañamientos al maíz para afianzarlo a la tierra, protegerlo de las hierbas y los insectos sin necesidad de exterminarlos por completo.  Así, las hierbas son consideradas de forma distinta a como lo hacen las políticas públicas, pues para ellos no deben ser eliminadas por completo ya que, en ciertos momentos del desarrollo del maíz, proporcionan cobertura al suelo y sirven de sostén frente a los vientos. Pero “hay que estar ahí para verlo”.


La interacción entre Ernesto y el maíz, la milpa y sus confines, no se reduce al ámbito económico de la producción (si bien es fundamental).  Mantiene un vínculo que lo hace volver a Vicente Guerrero a conversar con las milpas en julio, cuando están jiloteando y a veces la falta de agua resultante de la canícula entristece a todos, plantas y0 campesino.  Es ahí, en medio de esa incertidumbre, que toma decisiones sobre los pasos a seguir.


Al observar sus maíces decide en términos productivos: hace el cálculo de cuántas bolsas necesita para el autoconsumo, si va a seleccionar las semillas en la parcela al cosechar o hasta desgranar, o si vende sus maíces en el Mercadito Agroecológico de Tlaxcala o a compradores foráneos a quienes ya les ha vendido por tonelada en otros años.  Reflexiona sobre las decisiones personales y familiares que eventualmente tendrá que tomar al heredar la tierra.  Porque para Ernesto el trabajo de la tierra y el maíz es también una relación de cuidado.  Tanto así que, si sus hijos le ayudan a trabajar durante el ciclo agrícola, principalmente en la siembra y la pixca, el maíz y el forraje se los deja a ellos.  Pero si optan por pedirle un salario, se queda su maíz y lo vende por su lado.


Esto atraviesa sus pensamientos de futuro, la autopercepción que tiene como campesino e integrante del GVG.  Quiere dejarle la tierra a alguien que la trabaje, sin importarle siquiera si deciden cultivar maíces híbridos y no criollos, pero que la trabajen, es decir, que estén presentes.  Entre sus miedos más grandes está el heredar sus tres hectáreas y que quien las reciba las venda para salir rápidamente de una urgencia económica, lo que es altamente probable puesto que sus hijos no tienen trabajos fijos y se muestran cada vez menos interesados en acompañarlo al campo.


Si bien reconoce con tristeza y preocupación que ser campesino no es redituable económicamente y que cada año se asumen demasiados riesgos, cuando se le pregunta por qué lo sigue haciendo responde con un dejo de satisfacción “porque yo lo hice, (…) yo lo produje y me lo como con ese amor, con esas ganas, con esa satisfacción, es mi trabajo y sabe bien rico”.


Pareciera entonces que lo que angustia a Ernesto es la posibilidad de una agricultura sin gente, en la que el maíz tenga que hacer su trabajo solo, lo que resulta imposible.  Esto no lo dice únicamente en el sentido obvio de la mecanización y digitalización de los trabajos necesarios para la producción de alimentos ni del abandono del campo, porque cada vez menos gente quiere dedicarse a ello, sino a que le parece que toda acción pública está dirigida a romper el vínculo entre humano y naturaleza.


Ixtenco

Ixtenco es muy conocido por sus maíces de colores en el circuito de las ferias del maíz organizadas por el GVG en Tlaxcala y, especialmente, en la que se celebra anualmente en la localidad de Vicente Guerrero.  En estas ferias, algunos campesinos de Ixtenco ocupan buena parte de las mesas de exhibición, venta e intercambio de semillas.


La recuperación de los maíces de colores no nació de la convocatoria del GVG para constituir fondos de semillas como en otras localidades tlaxcaltecas, sino que fue inicialmente promovida por un profesionista local que emplazó a los campesinos del lugar a concursar con sus semillas de colores, como una forma de llamarlas de vuelta porque parecían haber desaparecido en beneficio del maíz blanco, identificado como el más comercializable.   Fue así que asomaron de nuevo los maíces morados, rojos, negros, rosas, amarillos, cacahuazintle, gatito y maizajo, entre otros, que a decir de los propios campesinos habían permanecido al interior de las familias porque no tenían mercado.  Estos maíces perdidos habían sido cultivados y resguardados por años en partes reducidas de las milpas para conservarlos, y se utilizaban principalmente en platillos como atoles.


El GVG participó en un principio de la propuesta de recuperación de las semillas, pero la iniciativa vino principalmente de mujeres mayores.  Entre ellas se encontraba doña Celia, una mujer de más de 80 años que recientemente había dejado de trabajar personalmente sus milpas y que convenció a su hijo Margarito, quien hacía poco se había jubilado del magisterio, de que era una buena oportunidad para salir a vender y seguir haciendo lo que les gustaba.


Margarito reorganizó su vida alrededor de la siembra y sus trabajos, la selección de semillas, el diseño autodidacta de artefactos para facilitarle las labores de limpia y almacenamiento, la participación en ferias del maíz por todo el estado y la venta mayorista a compradores, principalmente de Veracruz.  Tiempo después decidió integrarse a grupos de trabajo para consolidar un banco de semillas en Ixtenco, mientras miraba (y mira) con cautela la euforia institucional por los maíces de colores y el impulso a aquello que desde el escritorio se nombra “la cultura Yuhmú”.

Ixtenco. Margarito, su maíz, su montaña. Marisol Reyna, 2019

 

Igual que como menciona Ernesto en Vicente Guerrero, lo importante para Margarito, Celia y otros integrantes del grupo Maíces de Colores, es que la tierra no se deje sola o descuidada.  Así lo señala Clemencia, quien insiste en “cómo es que una va a tener tierra y no trabajarla”, pues ésta se conoce y se cuida produciéndola, como un niño al que hay que criar sembrándole maíz, calabaza, frijol de mata y ayocotes.  A ese niño se le muestra afecto impidiendo que le crezca la hierba, para que haga posible que una decida y coma lo que le gusta, para que le recuerde una infancia quizá llena de privaciones, pero “más sana”. Clemencia narra pausadamente cómo han cambiado las cosas en el pueblo, y cómo cuando va a preparar su tierra se entristece al ver lotes llenos de hierba o con los restos secos de la cosecha anterior, sin trabajar y sin gente.


Cuauhtenco

Los miembros del grupo de Cuauhtenco cuentan que la relación con el GVG se dio por iniciativa de mujeres adultas mayores, como en Ixtenco, quienes conocieron a una de las integrantes del GVG que fue a hacer una demostración para elaborar composta líquida.


Es 2019 y en casa de Manuel, nuevo integrante del colectivo promovido por el GVG, la conversación ocurre alrededor de una mesa presidida por cuatro enormes mazorcas, platos de memelas con salsa verde y sendas botellas de Coca-Cola.  Manuel, Ramona y el músico narran cómo fue que se interesaron en participar en este grupo.


Relatan su relación con el maíz como una historia vieja pero cambiante y siempre en curso.  Cuentan que, en un inicio, las mujeres mayores se acercaron al GVG con la intención de aprender nuevas técnicas para reducir el uso de fertilizantes y demás químicos en la producción de maíz.  Con el paso del tiempo, los intereses se transformaron y los miembros entrantes y salientes del grupo comenzaron a asistir a las ferias grandes en Vicente Guerrero y a organizar sus propias ferias en Cuauhtenco.  De manera más reciente, habían acudido a los encuentros Campesino a Campesino organizados por el GVG en otros municipios tlaxcaltecas, con el fin de conocer algunas prácticas agroecológicas a través de la experimentación.


Como en tantos otros territorios mexicanos, en Cuauhtenco está siempre presente la memoria de lo que ocurrió hace muchos años en sus tierras y maíces, cuando en los años sesenta llegaron los gringos a hacer un puente.  Manuel y el músico, quienes rondan entre los 50 y 60 años, recuerdan cómo sus padres les contaban que al mismo tiempo que los extranjeros construían infraestructura con mano de obra local, comenzaron a hablarles sobre las ventajas de utilizar fertilizantes.


Según sus padres, como eran regalados, la gente comenzó a usarlos. Esto aumentó rápidamente los rendimientos y la extensión dedicada al monocultivo de maíz en las pequeñas propiedades que no se usaban antes “porque no se necesitaban”. El cambio provocado por su uso permitió que los excedentes se vendieran a los coyotes para llevarlos principalmente a Tlaxco (Tlaxcala) y a Veracruz, lo que le dio a Cuauhtenco una fama temporal como “gran productor de maíz”.


Poco después, con los fertilizantes llegaron también los técnicos, quienes les hablaron de la química (Así se refieren a los agroquímicos en general en varias partes de Tlaxcala). Recuerdan la incansable vuelta de los ingenieros agrónomos que les llevaron el fertilizante nacional Guanomex, afirmando que con su uso se podrían triplicar los rendimientos siempre y cuando se utilizaran los paquetes tecnológicos completos (fertilizantes, herbicidas, plaguicidas, maquinaria, etcétera).   No obstante, la gente aún dudaba porque significaba endeudarse, pero lo resolvían cambiando sacos de maíz por fertilizantes o pidiendo créditos a Banrural.


Manuel y el músico explican que esta bonanza no duró mucho debido a que, como las personas, “la tierra se acostumbra a lo que le gusta y quiere más”.  No sólo se tenía que utilizar más fertilizante y nuevos herbicidas y pesticidas cada ciclo, sino que se comenzaron a secar las barrancadas, cauces por los que corría el agua pluvial y “se le oía martillar debajo de la tierra”.  En sólo unas décadas, Cuauhtenco dejó de ser un “gran productor de maíz” cuando los rendimientos cayeron al empobrecerse los suelos, se perdieron las de por sí escasas fuentes de agua por la invasión de los cauces y la incertidumbre de las lluvias, y su cultivo terminó por volverse una actividad secundaria ya que dejó de ser suficiente para el autoconsumo.


Esto significó un vuelco en las actividades productivas y la economía de Cuauhtenco, en cuya descripción Manuel y el músico dan vueltas y vueltas para explicar por qué la producción de maíz no es redituable, significa un riesgo constante para el patrimonio de las familias campesinas y actualmente no representa ningún modo de vida deseable para los jóvenes.  Culpan no sólo al mal uso de la química sino a los programas públicos diseñados desde el escritorio que no vienen a preguntarles qué necesitan, además de que los recursos solamente se reparten entre los ejidatarios afines a las autoridades municipales en turno, organizados en grupos formales.

Cuauhtenco. Las infinitas carreras de Manuel. Marisol Reyna, 2019

 

Es por todas estas razones que Manuel y el músico explican sus motivos para participar en el grupo formado a instancias del GVG.  Formulan su intención de conformarse legalmente para poder recibir apoyos públicos institucionales o de organizaciones no-gubernamentales mexicanas y extranjeras, como sospechan que pueden hacerlo los distintos grupos de Ixtenco y el propio GVG.  Incluso, Manuel señala que se unió originalmente a este grupo en Cuauhtenco porque creía que el GVG se dedicaba a “bajar apoyos” como tantas otras organizaciones. Pero pronto se dio cuenta de que no era lo que ellos ofrecían.


Después de un largo silencio, Ramona, esposa del músico, avisa que es su turno de hablar.  Sin prisa, cuenta que sus razones para estar en el grupo tienen que ver con su preocupación por los cambios en la alimentación y la protección de las semillas de maíz locales, que son el legado que puede dejar a las siguientes generaciones.  Para ella, el contacto con el GVG ha significado aprender no sólo algunas técnicas que de vez en cuando puede aplicar en las hortalizas de su traspatio y en las parcelas con su marido, sino acceder a información sobre los peligros que corren sus semillas y alimentos tradicionales ante la entrada de maíces extranjeros.  Esto la ha hecho preguntarse por qué los gobiernos apoyan el uso de maíces híbridos y transgénicos en lugar de promover la producción de los maíces criollos, que son una forma campesina de “resistir el control sobre la vida y ser autosuficientes”.


Si bien Ramona comparte la necesidad de formalizar al grupo para recibir subsidios, duda de cómo sería si los sueños de Manuel por patentar sus semillas pudieran ser también una vía de protección de los maíces locales.  Cuando aquél toma las grandes mazorcas de la mesa y asegura que él llevó los maíces de colores a Ixtenco a través de una feria en Vicente Guerrero, sonríe como cuando un niño cuenta sus grandes hazañas, pero insiste en que desde los pueblos como Cuauhtenco debe hacerse algo para contrarrestar el aumento de enfermedades provocado por el consumo de alimentos industrializados. Su posición cambia la dinámica de la conversación, y Manuel y el músico comienzan a hablar de las razones por las que el maíz está al centro de las disputas para ellos.


Al darse cuenta de que el GVG no era una vía para convertirse en beneficiario de programas públicos o iniciativas no gubernamentales, Manuel decidió quedarse en el grupo porque se convirtió en un espacio de discusión no sólo con sus compañeros, sino con el propio GVG e incluso, imaginariamente, con corporaciones como Monsanto. Formar parte de este grupo le permitió ser reconocido por su trabajo en el campo, donde juega y experimenta cada año para lograr maíces de 26 y 32 carreras y exhibe su capacidad para producir los elotes con “el mejor sabor del mundo”.  Asimismo, su asistencia a los encuentros Campesino a Campesino organizados por el GVG le permite constatar que sabe lo que hace en sus tierras, y contrastar su conocimiento y prácticas con aquellas difundidas por el GVG, que para él son nobles, pero muchas veces incosteables “porque hay que comer cada año”.


Para ellos el uso de la química no es malo en sí mismo, sino que ha tenido resultados negativos porque se ha abusado de ella para dejar de hacerle trabajos a la tierra.  Contrario a lo que recomiendan los ingenieros, Manuel piensa que no es necesario ponerle cada vez más fertilizante, sino darle la misma cantidad, pero repartida en diferentes momentos, “como cuando las personas comen lo que les gusta de a poquito y no todo de una vez”.  Lo mismo opina de los herbicidas, cuyo uso indiscriminado a veces termina también con el maíz.  Para evitarlo, tal y como otros campesinos mencionan en Ixtenco, la tierra tiene que producirse porque eso significa mirarla para no dejar que gane la hierba, simplemente porque no se deja crecer y, cuando lo hace, se sabe dónde aplicar la química.  A diferencia de lo que según él recomienda el GVG, descansar la tierra no significa dejarla sin sembrar, sino hacerle trabajos, cuidarla.  De otra manera, mejor sería convertirla en un paraje turístico que le asegure la vejez.


Tanto Manuel como el músico señalan que los maíces de Cuauhtenco deben protegerse “simplemente por el hecho de que son suyos” y representan el trabajo de sus familias, pero también por ser la base de la alimentación mundial.  “Todo está hecho de maíz” y ellos, como sus inventores, tienen tanto derecho como Monsanto a registrar sus semillas y cobrar por ello, ser reconocidos por sus experimentos y trabajo.  Ramona escucha, ya no sonríe y duda.


Papalotla

En esta localidad el grupo comenzó como una iniciativa para recibir conocimientos sobre agroecología por parte del GVG. Buscaban mejorar su calidad de vida, pues estaban preocupados por temas de salud y alimentación, y sentían la necesidad de adquirir y apropiarse de conocimientos para mejorar la forma en la que producían alimentos para el autoconsumo y la comercialización.


En este grupo la división es clara.  Los hombres asisten a los cursos de agroecología, mientras las mujeres se concentran en los talleres de medicina tradicional y preparación de alimentos.  Roxana llegó un día y preguntó si la invitaban, porque a ella le interesaba aprender nuevas cosas. Sin embargo, si bien manifiesta las mismas razones que otras mujeres para integrarse al grupo en la búsqueda de mejorar la calidad de vida de su familia a través de la alimentación, Roxana es una excepción en esta división interna.


Quizá esto sea porque no es tlaxcalteca.  Llegó hace 20 años de Veracruz porque su segundo marido es originario de Papalotla y regresó a cuidar a sus padres enfermos después de haber trabajado 10 años en una tienda departamental en la Ciudad de México.  Cuenta que se sintió completamente desorientada en esta nueva vida, porque en su lugar de origen sabía comer otras cosas y nunca había tenido que trabajar.  En su nueva situación, tuvo que aprender a cocinar la comida que le gustaba a sus suegros, al mismo tiempo que atendía con su marido la tienda de abarrotes que él puso con el dinero de su liquidación.


Tuvo un segundo hijo que nació enfermo y cuyo diagnóstico parecía imposible, hasta que una doctora que le dijo que, si quería que el niño viviera, le tendría que cambiar la alimentación a toda la familia.  Fue así que Roxana comenzó su huerto en la parte trasera de la casa, en donde además de criar gallinas y borregos, crece una infinidad de frutas, verduras, flores y, por supuesto, maíces.  Todo lo que produce ahí lo usa para la alimentación de la casa, pero también para medicina tradicional.  Ha aprendido a conocer las plantas por ensayo y error, trayéndolas a veces de otros lugares y buscando adaptarlas al clima tlaxcalteca.  Otras han sido por consejo de su hijo, quien estudió para técnico agrónomo.


Roxana cuenta que en ese espacio comenzó a conjurar su frustración al no sentirse valorada en su casa.  Primero decidió estudiar la carrera de gastronomía, pero no le enseñaban a cocinar comida local.  Ahí aprendió a preparar alimentos de lo que llama cocina industrial, y comenzó a trabajar como mesera.   Sin embargo, cuando su hijo comenzó a tener problemas en la escuela, renunció a su trabajo y volvió a la casa para que se volviera a comer bien.


La experiencia en la escuela y los restaurantes habían moldeado su percepción sobre la buena y la mala comida. La primera es aquélla cuyos ingredientes están frescos y se preparan casi al instante para ser consumidos mientras se combinan “correctamente”.  Por el contrario, la comida mala es la que tiene mucho tiempo, está casi siempre congelada y tiene alto contenido de grasa.  Es por ello que prefirió producir sus propios alimentos.


Relata cómo el huerto la distrae de sus preocupaciones y tristezas.  Mientras echa unas tortillas inmensas y comparte atole de masa, cuenta con ojos tristes y gran sonrisa las anécdotas que dejan ver que en su huerto y cocina no sólo ha encontrado distracción de la vida cotidiana, sino un inmenso reconocimiento, “se siente alguien”.  A través de sus mil preparaciones de maíz y demás ingredientes provenientes de su milpa, juega a ser la cocinera a la que no le gustan sus recetas, al mismo tiempo que sonríe con complacencia ante los halagos que recibe su comida inventada en su patio, o ganando un concurso de cocina tradicional en alguna feria del maíz en Vicente Guerrero.


Roxana ha aprendido a cocinar platillos tlaxcaltecas, lo que dice hacer no sólo con el gusto sino principalmente con el olfato (“a mí no me sabe mi comida”), y cuenta que siempre decide ponerle algo nuevo y ver qué pasa.  Fue justamente esta curiosidad la que la llevó a integrarse al grupo, para aprender nuevas cosas y conocer nuevas personas. Fue una de las integrantes más entusiastas cuando se decidió hacer un recetario de cocina tradicional de Papalotla (https://apisaac.org/recetario-de-comida-tradicional/), Para ella no fue sólo importante lograr el apoyo público y la publicación del recetario, sino que se compartiera en las escuelas para que los niños y jóvenes reaprendieran a preparar la comida de su pueblo y con ello, eventualmente, volvieran a comer bien.


Ella se unió al grupo, no sin desencuentros y contradicciones, lo que se refleja en las posturas contra los maíces híbridos y transgénicos y/o las propuestas sobre la autosuficiencia y soberanía alimentarias que ha conocido por su participación en los eventos del GVG, pero que en la práctica no ejerce del todo puesto que siembra también maíces híbridos, utiliza ocasionalmente químicos para la agricultura  o distingue entre la comida que consume familiarmente y la que vende en su tienda de abarrotes.


Consideraciones finales

Lo que hemos intentado hacer a través del seguimiento de las trayectorias de estos actores territoriales es desarmar la abstracción de las relaciones entre humanos y maíces.  Hemos pretendido ilustrar cómo estos procesos siempre incompletos se entretejen en ensamblajes sociomateriales que nos hablan de una existencia heterogénea, mutable y contradictoria, más allá de los límites de lo estrictamente económico (si bien no lo excluyen).


Bajo la mirada puramente economicista y administrativa de las políticas públicas, las respuestas a la precariedad propia del neoliberalismo se reducen a estrategias individuales, universalistas y pretendidamente permanentes, en las que la vida está limitada por los confines del supuesto deseo irrefrenable por participar en el mercado.  De igual manera, la romantización de los modos de vida campesinos resulta ciega a la vida del sujeto soñado por el neoliberalismo: el emprendedor individualizado sin más vínculo que su poder de consumo.


Ninguna de ellas refleja las dinámicas complejas de la vida sociomaterial de los territorios, como que a Vicente Guerrero se regrese en distintos momentos a mirar las milpas cuando jilotean y a platicarle a los elotes en el tiempo de canícula para que resistan el calor y la falta de lluvia, al mismo tiempo que se reconsidera el uso de maíces híbridos con tal de no abandonar la tierra.  O que en Ixtenco, tierra y maíz sean moneda en situaciones de emergencia, al mismo tiempo que niños a quienes hay que cuidar como hijos para que la vida siga siendo posible.  Que en Cuauhtenco se constituya un grupo para reivindicar la vida campesina y hacer frente a la devastación ecológica y de salud causada por el uso de fertilizantes, en paralelo con un diálogo imaginario que reta a Monsanto por la propiedad de las semillas.  O que, igualmente, la recuperación de los conocimientos de la cocina tradicional en Papalotla se plantee como una vía factible para cambiar la historia personal, “comer rico”, “sentirse alguien” y mejorar la alimentación familiar, pero no necesariamente la de los clientes.


Otra vez el maíz, porque en él hemos encontrado (de nuevo) el engranaje que nos permite observar divergencias y analogías entre actores sociales y sus estrategias. En ellas se entretejen las contradicciones, incertidumbres y contingencias que materializan los legítimos deseos de aquello que se imagina como “una mejor vida” en medio de la precariedad, tanto como se expresan los afectos mediante acciones cotidianas de cuidado, reivindicaciones y resistencias, que sólo son posibles porque se practican.


 

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